sábado, 2 de agosto de 2014

Palestina e Israel: raíces y desarrollo de un sangriento conflicto (I)

Se repite la historia cual cuento diabólico sin fin, e Israel, nación dotada con uno de los ejércitos mejor preparados del mundo, castiga una vez más al pueblo palestino mediante bombardeos, asesinatos selectivos y humillantes controles en los checkpoints. Hay más formas de violencia que caen con toda la furia sobre la indefensa población civil árabe, pero las seleccionadas son las que los medios más han dado a conocer. Aun así, y pese a tratarse de un tema de rabiosa actualidad que frecuentemente ocupa las portadas de los grandes diarios occidentales, es importante no dejarse llevar por las siempre peligrosas lecturas del conflicto que algunos periodistas ponen en circulación y que, cómo no, facilitan un posicionamiento favorable a las decisiones tomadas por el gobierno israelí. Para evitar dejarse llevar por este tipo de visiones, es importante conocer bien la naturaleza más íntima de este enfrentamiento. Y para ello debemos ahondar en sus orígenes y analizar las dinámicas ideológicas y geopolíticas que han marcado el carácter del conflicto desde el comienzo del mismo. La intención es ser lo más conciso y riguroso posible; también hay que dejar claro, desde el primer momento, que quien escribe estas líneas no pretende defender la ideología de Hamás ni justificar el integrismo islámico, acusaciones –de escasa calidad, todo sea dicho– que a menudo se les echa en cara a los que denuncian sin tapujos las prácticas del Estado israelí. Si servidor logra que el lector se cuestione las premisas que hasta ahora tenía interiorizadas, reflexione y se informe a través de fuentes alternativas sobre el conflicto, o al menos que introduzca matices en sus planteamientos iniciales, ya se dará por satisfecho.



Los primeros pasos del sionismo

Aunque muchos señalen el año 1948 –el de la creación del Estado de Israel– como el del inicio del conflicto, debemos trasladarnos a finales del siglo XIX para descubrir y comprender las raíces ideológicas que dieron lugar al poderoso árbol israelí. En aquella época nace el sionismo, una corriente que, influenciada por los nacionalismos étnicos en auge a lo largo y ancho de la Europa decimonónica, pretende unificar a todos los judíos a través del nexo fundamental que los une: la religión. Lo cierto es que buscar otras bases sólidas sobre las que cohesionar una comunidad nacional judía no es tarea fácil: pese a la difusión de la lengua yiddish entre muchos de ellos, no comparten ni idioma ni territorio. Podemos establecer, aquí, cierto paralelismo con la etnia gitana, que también fue víctima de persecuciones y marginaciones varias. Pero hay una diferencia fundamental: a diferencia de los judíos, los gitanos no destacaban precisamente por su poder adquisitivo, y toda teorización sobre la constitución de un Estado para este grupo humano quedó lejos de cualquier intento de materialización por la ausencia de medios económicos y de influencia para llevarlo a cabo.

Los teóricos del sionismo político, entre los cuales cabe destacar el judío vienés Theodor Herzl, hallan un contexto idóneo para la consecución de sus doctrinas: el fuerte crecimiento del antisemitismo en la Europa central y oriental, fenómeno que precederá a la consolidación del nazismo en el poder y a los distintos movimientos fascistas que surgirán en países como Hungría, Rumanía o Croacia. Incluso en la civilizada Francia tienen lugar muestras de judeofobia popular como el caso Dreyfus, mediante el cual se acusó falsamente a un militar francés de origen judío de espiar al servicio de los alemanes. En estas circunstancias, Herzl llega a la siguiente conclusión, recogida en su libro Der Judenstaat (“El Estado judío): ya que la asimilación de los judíos en las distintas naciones europeas parece resultar una quimera, la única solución es la creación de un Estado propio, construido según los principios liberales imperantes en Occidente. La radicalización de las tesis antisemitas en el continente favorece que algunos sionistas lleven a extremos salvajemente excluyentes y chovinistas los postulados propugnados por Herzl. Por otro lado, los judíos partidarios de la asimilación en las sociedades donde habitaban y los judíos progresistas, contrarios a un Estado cuyos pilares, pese al planteamiento liberal que se buscaba, no dejaban de ser de naturaleza religiosa y étnica, se oponen a este proyecto.

Aun así, Herzl consigue convocar en 1897, en Basilea, el primer congreso mundial sionista. Allí empiezan a aflorar las primeras divergencias entre los teóricos de esta ideología, entre las cuales hay una que resulta crucial: la elección del lugar donde edificar el Estado. Muchos se decantan por Argentina –donde reside una numerosa comunidad judía–, aunque también se propone Estados Unidos, Uganda, Rusia... y Palestina, naturalmente. Esta última será la opción de Herzl, que recibirá el apoyo de una potencia colonial de gran calibre como el Reino Unido. No en vano, en 1898 se impulsan en su capital, Londres, el Comité Colonial Judío y el Banco Colonial Judío, entidades destinadas a ayudar económicamente a los inmigrantes que se dirigen a Tierra Santa.

El inicio de la colonización

En el siglo XIX, Palestina es un protectorado del Imperio Otomano administrado por terratenientes extranjeros, entre los cuales destacan turcos y libaneses. Grandes parcelas de terreno palestino quedan, pues, en manos de individuos sin escrúpulos, ajenos e incluso hostiles a su población. Serán estos propietarios latifundistas los que facilitarán el establecimiento de los primeros colonos sionistas en Palestina, que les comprarán algunas tierras para construir granjas agrícolas. Las haciendas surgidas a raíz de la colonización habrían acabado en la más absoluta ruina de no ser por la intervención de Edmond Rothschild, banquero multimillonario que se encarga de rescatar los asentamientos de la bancarrota y las financia generosamente. Gracias a él prosperan las colonias de Petah Tikvah y Richon ie Zion. Otro personaje destacado en el proceso de colonización de Palestina es David Ben Gurion, organizador de la gran oleada de inmigrantes de inicios del siglo XX que apuesta exclusivamente por mano de obra judía y que crea los famosos kibutz, colectividades agrícolas protegidas por milicias armadas. En esos años –concretamente en 1908– nace Tel Aviv, enclave exclusivamente hebreo construido por el Banco Mundial Judío.

Los palestinos, entonces todavía sorprendidos ante la gran avalancha de judíos llegados de toda Europa y de Rusia, no tardarán en comprobar las nefastas consecuencias de aquella colonización: cuando los jornaleros nativos a sueldo de los viejos terratenientes empiezan a ser despedidos por los nuevos propietarios, protestan oficialmente ante Estambul, capital otomana. Pero el Imperio, muy debilitado en aquellos tiempos, poco puede hacer para frenar las oleadas de colonizadores que, progresivamente, van poblando la zona. Pese a las constantes promesas de defensa de los árabes musulmanes y de profundas reformas sociales y agrarias, que el sultán Abdelhamid dirige al campesinado palestino, éstas no se materializan. Por otro lado, el avance del nacionalismo radical turco no facilita nada las cosas e incluso llega a hacer pinza con ciertos sectores del sionismo para poner fin a las aspiraciones soberanas de las clases populares palestinas. El estallido de la Primera Guerra Mundial complicará todavía más el panorama en Oriente Medio.

El indispensable colaboracionismo británico

Los aliados, necesitados de cuantiosas ayudas económicas que solamente los judíos norteamericanos les pueden prestar, se vuelcan en el más rotundo apoyo a los planes colonizadores de los sionistas. La victoria es doble: logran que EE.UU., país donde el lobby judío goza de una influencia más que notable, intervenga en la contienda, y consiguen también distanciar a numerosos judíos rusos de la adhesión a la revolución que Lenin y los bolcheviques protagonizan en 1917.  En el primer punto juega un papel decisivo Lewis Brandeis, juez amigo del presidente Wilson que dirige el movimiento sionista en los Estados Unidos. Jaim Weizmann, dirigente sionista británico que ejerce de mediador entre Brandeis y el Reino Unido, exige al Ministerio de Asuntos Exteriores de este país que apruebe el programa político de los nacionalistas judíos en Palestina. La ocupación militar de los territorios palestinos por parte del ejército británico, que tiene lugar en 1917, materializará el apoyo de Gran Bretaña al sionismo, como queda demostrado en la carta que el ministro de Exteriores Balfour envía al anteriormente citado banquero Rothschild:

“Tengo el gran placer de enviaros, de parte del Gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración simpatizante con las aspiraciones judío-sionistas, declaración sometida al Gobierno y aprobada por éste. El Gobierno de Su Majestad considera favorable el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para los judíos y dedicará todos sus esfuerzos a hacer más fácil la realización de este objetivo, entendiéndose que no se hará nada en perjuicio de los derechos civiles y religiosos de las colectividades no judías existentes en Palestina ni los derechos y el estado político que los judíos disfrutan en cualquier otro país.”

No deja de ser chocante que el ministro británico considere como “colectividades” ajenas a la población árabe, musulmana y cristiana, que entonces constituye cerca del 90% de la población (700.000 individuos), frente a la absoluta minoría judía, que apenas llega al 10% (60.000 individuos). Para los nativos, esta epístola supone la disipación de todas las esperanzas depositadas en un posible papel mediador de los británicos. En abril de 1920, en la localidad italiana de San Remo, las partes contendientes debaten sobre el futuro del Oriente Medio y los sionistas logran que los asistentes apuesten por la aplicación práctica de la carta de Sir Balfour, que se concretará en un mandato británico sobre Palestina. El Consejo de la Sociedad de las Naciones aprueba los acuerdos de San Remo dos años más tarde, confiando la administración de las tierras palestinas, ahora de manera oficial, al Reino Unido. El artículo 22 del mandato certifica el firme compromiso británico con el sionismo:

“La administración británica garantizará la inmigración judía hacia Palestina con tal de formar su hogar nacional y, al mismo tiempo, esta administración favorecerá las autonomías locales para los nativos de la zona”.

“Hogar nacional” para los colonos, meras “autonomías locales” para los autóctonos. Queda claro el papel que se le reserva al pueblo palestino.

El brazo armado del sionismo: Haganá e Irgún

Una de las claves que explican la consolidación de las primeras oleadas de colonizadores es el papel intimidatorio ante los árabes que ejercen diversas milicias sionistas. De hecho, los
judíos se han organizado en grupos paramilitares desde los primeros años de la ocupación (destaca Hashomer, destinado a defender algunas colonias), pero no constituyen formalmente una gran fuerza unificada de autodefensa hasta 1920: ese año crean la “Haganá” (ההֲגָנָה, “La Defensa”). Se trata de una milicia dirigida por el ex militar británico de origen ucraniano Zeev Jabotinsky, que mantiene contactos con Mussolini y los fasci italiani di combattimento. Los integrantes de la Haganá realizan la instrucción militar en la montaña de los Olivos de Jerusalén, con la total aquiescencia de las autoridades británicas. Llevan a cabo acciones célebres, como el asesinato del poeta judío antisionista Jacob Israël de Haan, pero las disensiones internas bloquean, en parte, la actividad del grupo. Unas tensiones en el si de la organización que se ven agudizadas a causa de la política de autocontención (“havlagá”) abanderada por socialistas como David Ben-Gurión, que limita la lucha armada a la autodefensa más elemental.

Estas disputas, a las cuales se debe sumar el incremento de las acciones armadas por parte de la resistencia palestina, dan lugar, en los años 30, a una escisión de la organización que acabará adoptando el nombre de Irgún Tzvai Leumí (“Organización Militar Nacional”. El Irgún, liderado por el veterano Jabotinsky, destacará por su radicalismo y por su xenofobia.

Primeras manifestaciones de la resistencia palestina

“El antisionismo aumenta a diario en la zona. Por mucha propaganda que se haga pidiendo tranquilidad a los árabes, nunca tendrá éxito”.

Este informe, enviado a Londres por el general británico Clayton el 2 de mayo de 1919, expresa de manera nítida cómo la situación colonial está gestando las condiciones idóneas para la subversión de los nativos. De hecho, el lógico malestar profesado por los palestinos no tardará en cristalizar en protestas y acciones concretas contra el colonialismo. Una de ellas coincide con la celebración de la festividad musulmana del profeta Musa en Jerusalén: en abril de 1920, una marea de árabes inicia, ante las provocaciones de los colonos judíos y de los soldados británicos, la revuelta que marcará el inicio del movimiento de liberación palestino. Pese a durar solamente una semana, el conato subversivo causa una decena de muertos y más de 200 heridos, y tiene como consecuencia la destitución del alcalde palestino de Jerusalén, Kazem al Husseini.

Pronto aparecen nuevas afrentas que desencadenan conatos similares. Una reunión entre Herbert Louis Samuel, gobernador civil sionista de Palestina, y las elites palestinas locales, defensoras a ultranza de sus intereses de clase, da lugar al llamado consejo consultivo. Este órgano está compuesto por 10 funcionarios ingleses, cuatro árabes musulmanes, tres árabes cristianos y tres judíos. Todos los representantes árabes son oligarcas colaboracionistas, hecho que lleva a la resistencia palestina a convocar en diciembre de 1920 un Congreso Nacional en Haifa que denuncia la estafa del consejo consultivo y reclama la formación inmediata de un gobierno realmente representativo en la zona.  No obstante, las demandas son ignoradas y el malestar sigue acrecentándose sin freno alguno. En 1921, la ciudad de Jaffa acoge nuevos disturbios: un enfrentamiento sucedido durante las manifestaciones del Primero de Mayo entre el Partido Comunista Judío, contrario a la ocupación británica, y la Unión Trabajadora, organización rival de carácter socialista, es aprovechado por los árabes para protagonizar una revuelta dirigida contra la población judía de toda el área de Tel Aviv.

El incremento de las oleadas de colonos que se produce a finales de los años veinte acelerará las fricciones entre ocupantes y ocupados. Es una época en la que llegan frecuentemente cargamentos de armas a los puertos palestinos, destinados, obviamente, a las milicias sionistas. Los árabes son conscientes del poder creciente de los judíos establecidos en su tierra y su tensión acumulada, que día a día sube un poco, estallará del todo en agosto de 1929, en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Allí, un imán denuncia las provocaciones acometidas la semana anterior por un grupo de judíos ultraortodoxos, que había proferido insultos contra el Islam y había enarbolado la bandera de Israel en ese mismo lugar, todo ello a pesar de la prohibición expresa del gobernador británico. Se producen enfrentamientos entre árabes musulmanes y colonos motivados por la disputa religiosa; la muerte de un judío enfurece a los sionistas y da pie a una serie de enfrentamientos intercomunitarios que obliga a los británicos a desplazar tropas coloniales de la India expresamente para sofocarlos. Tras más de 300 muertos y un millar de detenidos, entre los cuales la inmensa mayoría son árabes, la resistencia palestina llega a una conclusión lógica: ante la buena preparación militar de los sionistas y la plena complicidad británica, no cabe otro camino que armarse y combatirles en igualdad de condiciones.

Al-Kaf al-Asuad, la primera organización armada palestina

Izzedin al-Qassam, un profesor sirio arraigado en la ciudad de Haifa y muy concienciado con la opresión que sufren los palestinos, decide mover ficha e impulsa al-Kaf al-Asuad (“la Mano Negra”), de inspiración revolucionaria, antisionista y antibritánica. Considerada como “terrorista” por el Mandato, es duramente combatida por los colonos y por Gran Bretaña; ciertamente no era un problema menor, puesto que logra crear células secretas a lo largo y ancho de Palestina y llega a reunir, a mediados de los años 30, a más de medio millar de militantes. Entre sus acciones destacan la tala de árboles plantados por los judíos, el sabotaje a las infraestructuras ferroviarias habilitadas por los británicos y el asesinato de influyentes líderes sionistas. La organización intenta ganarse el apoyo del muftí al-Husseini, jefe del Consejo Supremo Musulmán de los palestinos, para articular un gran frente patriótico que ponga fin a la ocupación. Al no lograr la adhesión del gran líder palestino, que prefiere mantenerse cercano a los británicos para mantener su posición privilegiada, la Mano Negra intensifica su campaña armada. Tras el asesinato de un agente de la ley británico, al-Qassam se refugia con algunos de sus hombres en las proximidades de la ciudad de Yenín, situada en el norte de Palestina, y fallece en una escaramuza con las fuerzas de ocupación que lo perseguían. Significativo resulta el hecho de que los grandes líderes feudales palestinos no asistan a su multitudinario funeral. Al fin y al cabo, saben que una revolución palestina puede traducirse en la pérdida de sus múltiples privilegios blindados por el Mandato.

1936: ante la ocupación, intifada


El precedente de al-Qassam y su grupo armado ha activado el ímpetu combativo en muchos jóvenes palestinos, que a partir de entonces no se dejan pisar tan fácilmente por los colonos. Ello explica el gran movimiento popular que se inicia en 1936. Aquel año, un contratista judío firma un acuerdo con la administración británica mediante el cual puede edificar tres escuelas en la localidad de Yaffa. Los asalariados para las obras son, exclusivamente, colonos judíos recién llegados. El proletariado palestino, buena parte del cual se halla en el paro, protesta bloqueando el acceso de los trabajadores a la obra. La llegada de las fuerzas británicas al lugar de los hechos enciende los ánimos y da lugar, por enésima vez en la región, a duros enfrentamientos que llevan a declarar el estado de emergencia en todo el territorio. En Nablús, el 20 de abril de 1936, se constituye una Comisión Nacional Árabe que decreta una huelga general indefinida hasta la aceptación, por parte del Reino Unido, de la formación de un gobierno nacional, de la igualdad entre palestinos y judíos y del fin de la inmigración. El seguimiento de la huelga es un éxito rotundo, y nada puede contra él la ley marcial declarada por los británicos. El muftí al-Husseini trata de controlar la situación constituyendo y presidiendo el llamado Alto Comité Árabe, pero muchos palestinos desoyen sus órdenes y prosiguen con las dinámicas de lucha armada. La presión de diversas autoridades monárquicas anglófilas, así como las esperanzas puestas en la comisión de Lord Peel, que propone dividir Palestina entre ambas comunidades nacionales (un Estado para cada uno), enfrían en noviembre la que vendrá a ser la primera gran intifada. El proyecto de Lord Peel, que acaba siendo aprobado por el Reino Unido, no acaba de satisfacer a los árabes. Los enfrentamientos se reinician y Londres toma cartas en el asunto, esta vez de un modo especialmente agresivo: ilegaliza el Alto Comisionado Árabe y deportan a sus dirigentes, impulsa la creación de una policía judía y tolera la acción de los grupúsculos sionistas armados. La revuelta de los palestinos se deshace a medida que se percibe como casi imposible la victoria sobre los sionistas y los británicos, y la falta de apoyos internacionales sólidas acaba por liquidarla. Mientras tanto, la colonización sigue transformando el paisaje humano de Palestina: en 1937 ya hay 415.000 judíos, rozando el 30% de la población total. Aun así, siguen existiendo núcleos que no cesan en la práctica de la lucha armada: es el caso de Abdelkader al-Husseini, sobrino del muftí, que se rodea de antiguos integrantes de la Mano Negra y combate a los ocupantes desde las montañas.

Por Jordi Peralta (@GorkaAzkoyen).

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