Se repite la historia cual cuento
diabólico sin fin, e Israel, nación dotada con uno de los ejércitos mejor
preparados del mundo, castiga una vez más al pueblo palestino mediante bombardeos,
asesinatos selectivos y humillantes controles en los checkpoints. Hay más formas de violencia que caen con toda la furia
sobre la indefensa población civil árabe, pero las seleccionadas son las que
los medios más han dado a conocer. Aun así, y pese a tratarse de un tema de
rabiosa actualidad que frecuentemente ocupa las portadas de los grandes diarios
occidentales, es importante no dejarse llevar por las siempre peligrosas
lecturas del conflicto que algunos periodistas ponen en circulación y que, cómo
no, facilitan un posicionamiento favorable a las decisiones tomadas por el
gobierno israelí. Para evitar dejarse llevar por este tipo de visiones, es
importante conocer bien la naturaleza más íntima de este enfrentamiento. Y para
ello debemos ahondar en sus orígenes y analizar las dinámicas ideológicas y
geopolíticas que han marcado el carácter del conflicto desde el comienzo del
mismo. La intención es ser lo más conciso y riguroso posible; también hay que dejar
claro, desde el primer momento, que quien escribe estas líneas no pretende
defender la ideología de Hamás ni justificar el integrismo islámico,
acusaciones –de escasa calidad, todo sea dicho– que a menudo se les echa en
cara a los que denuncian sin tapujos las prácticas del Estado israelí. Si servidor
logra que el lector se cuestione las premisas que hasta ahora tenía
interiorizadas, reflexione y se informe a través de fuentes alternativas sobre
el conflicto, o al menos que introduzca matices en sus planteamientos
iniciales, ya se dará por satisfecho.
Los primeros pasos del sionismo
Aunque muchos señalen el año 1948 –el
de la creación del Estado de Israel– como el del inicio del conflicto, debemos
trasladarnos a finales del siglo XIX para descubrir y comprender las raíces
ideológicas que dieron lugar al poderoso árbol israelí. En aquella época nace
el sionismo, una corriente que, influenciada por los nacionalismos étnicos en
auge a lo largo y ancho de la Europa decimonónica, pretende unificar a todos los
judíos a través del nexo fundamental que los une: la religión. Lo cierto es que
buscar otras bases sólidas sobre las que cohesionar una comunidad nacional
judía no es tarea fácil: pese a la difusión de la lengua yiddish entre muchos
de ellos, no comparten ni idioma ni territorio. Podemos establecer, aquí,
cierto paralelismo con la etnia gitana, que también fue víctima de
persecuciones y marginaciones varias. Pero hay una diferencia fundamental: a
diferencia de los judíos, los gitanos no destacaban precisamente por su poder
adquisitivo, y toda teorización sobre la constitución de un Estado para este
grupo humano quedó lejos de cualquier intento de materialización por la
ausencia de medios económicos y de influencia para llevarlo a cabo.
Los teóricos del sionismo político,
entre los cuales cabe destacar el judío vienés Theodor Herzl, hallan un
contexto idóneo para la consecución de sus doctrinas: el fuerte crecimiento del
antisemitismo en la Europa central y oriental, fenómeno que precederá a la
consolidación del nazismo en el poder y a los distintos movimientos fascistas
que surgirán en países como Hungría, Rumanía o Croacia. Incluso en la
civilizada Francia tienen lugar muestras de judeofobia popular como el caso
Dreyfus, mediante el cual se acusó falsamente a un militar francés de origen
judío de espiar al servicio de los alemanes. En estas circunstancias, Herzl
llega a la siguiente conclusión, recogida en su libro Der Judenstaat (“El Estado judío): ya que la asimilación de los
judíos en las distintas naciones europeas parece resultar una quimera, la única
solución es la creación de un Estado propio, construido según los principios
liberales imperantes en Occidente. La radicalización de las tesis antisemitas
en el continente favorece que algunos sionistas lleven a extremos salvajemente
excluyentes y chovinistas los postulados propugnados por Herzl. Por otro lado,
los judíos partidarios de la asimilación en las sociedades donde habitaban y los
judíos progresistas, contrarios a un Estado cuyos pilares, pese al
planteamiento liberal que se buscaba, no dejaban de ser de naturaleza religiosa
y étnica, se oponen a este proyecto.
Aun así, Herzl consigue convocar en
1897, en Basilea, el primer congreso mundial sionista. Allí empiezan a aflorar
las primeras divergencias entre los teóricos de esta ideología, entre las
cuales hay una que resulta crucial: la elección del lugar donde edificar el
Estado. Muchos se decantan por Argentina –donde reside una numerosa comunidad
judía–, aunque también se propone Estados Unidos, Uganda, Rusia... y Palestina,
naturalmente. Esta última será la opción de Herzl, que recibirá el apoyo de una
potencia colonial de gran calibre como el Reino Unido. No en vano, en 1898 se
impulsan en su capital, Londres, el Comité Colonial Judío y el Banco Colonial
Judío, entidades destinadas a ayudar económicamente a los inmigrantes que se
dirigen a Tierra Santa.
El inicio de la colonización
En el siglo XIX, Palestina es un
protectorado del Imperio Otomano administrado por terratenientes extranjeros,
entre los cuales destacan turcos y libaneses. Grandes parcelas de terreno
palestino quedan, pues, en manos de individuos sin escrúpulos, ajenos e incluso
hostiles a su población. Serán estos propietarios latifundistas los que
facilitarán el establecimiento de los primeros colonos sionistas en Palestina,
que les comprarán algunas tierras para construir granjas agrícolas. Las haciendas
surgidas a raíz de la colonización habrían acabado en la más absoluta ruina de
no ser por la intervención de Edmond Rothschild, banquero multimillonario que
se encarga de rescatar los asentamientos de la bancarrota y las financia
generosamente. Gracias a él prosperan las colonias de Petah Tikvah y Richon ie
Zion. Otro personaje destacado en el proceso de colonización de Palestina es
David Ben Gurion, organizador de la gran oleada de inmigrantes de inicios del
siglo XX que apuesta exclusivamente por mano de obra judía y que crea los
famosos kibutz, colectividades
agrícolas protegidas por milicias armadas. En esos años –concretamente en 1908–
nace Tel Aviv, enclave exclusivamente hebreo construido por el Banco Mundial
Judío.
Los palestinos, entonces todavía
sorprendidos ante la gran avalancha de judíos llegados de toda Europa y de
Rusia, no tardarán en comprobar las nefastas consecuencias de aquella
colonización: cuando los jornaleros nativos a sueldo de los viejos
terratenientes empiezan a ser despedidos por los nuevos propietarios, protestan
oficialmente ante Estambul, capital otomana. Pero el Imperio, muy debilitado en
aquellos tiempos, poco puede hacer para frenar las oleadas de colonizadores
que, progresivamente, van poblando la zona. Pese a las constantes promesas de
defensa de los árabes musulmanes y de profundas reformas sociales y agrarias,
que el sultán Abdelhamid dirige al campesinado palestino, éstas no se materializan.
Por otro lado, el avance del nacionalismo radical turco no facilita nada las
cosas e incluso llega a hacer pinza con ciertos sectores del sionismo para
poner fin a las aspiraciones soberanas de las clases populares palestinas. El
estallido de la Primera Guerra Mundial complicará todavía más el panorama en
Oriente Medio.
El indispensable colaboracionismo
británico
Los aliados, necesitados de cuantiosas
ayudas económicas que solamente los judíos norteamericanos les pueden prestar,
se vuelcan en el más rotundo apoyo a los planes colonizadores de los sionistas.
La victoria es doble: logran que EE.UU., país donde el lobby judío goza de una
influencia más que notable, intervenga en la contienda, y consiguen también
distanciar a numerosos judíos rusos de la adhesión a la revolución que Lenin y
los bolcheviques protagonizan en 1917. En el primer punto juega un papel decisivo
Lewis Brandeis, juez amigo del presidente Wilson que dirige el movimiento
sionista en los Estados Unidos. Jaim Weizmann, dirigente sionista británico que
ejerce de mediador entre Brandeis y el Reino Unido, exige al Ministerio de
Asuntos Exteriores de este país que apruebe el programa político de los
nacionalistas judíos en Palestina. La ocupación militar de los territorios
palestinos por parte del ejército británico, que tiene lugar en 1917,
materializará el apoyo de Gran Bretaña al sionismo, como queda demostrado en la
carta que el ministro de Exteriores Balfour envía al anteriormente citado
banquero Rothschild:
“Tengo
el gran placer de enviaros, de parte del Gobierno de Su Majestad, la siguiente
declaración simpatizante con las aspiraciones judío-sionistas, declaración
sometida al Gobierno y aprobada por éste. El Gobierno de Su Majestad considera
favorable el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para los judíos
y dedicará todos sus esfuerzos a hacer más fácil la realización de este
objetivo, entendiéndose que no se hará nada en perjuicio de los derechos
civiles y religiosos de las colectividades no judías existentes en Palestina ni
los derechos y el estado político que los judíos disfrutan en cualquier otro
país.”
No deja de ser chocante que el
ministro británico considere como “colectividades” ajenas a la población árabe,
musulmana y cristiana, que entonces constituye cerca del 90% de la población
(700.000 individuos), frente a la absoluta minoría judía, que apenas llega al
10% (60.000 individuos). Para los nativos, esta epístola supone la disipación
de todas las esperanzas depositadas en un posible papel mediador de los británicos.
En abril de 1920, en la localidad italiana de San Remo, las partes
contendientes debaten sobre el futuro del Oriente Medio y los sionistas logran
que los asistentes apuesten por la aplicación práctica de la carta de Sir
Balfour, que se concretará en un mandato británico sobre Palestina. El Consejo
de la Sociedad de las Naciones aprueba los acuerdos de San Remo dos años más
tarde, confiando la administración de las tierras palestinas, ahora de manera
oficial, al Reino Unido. El artículo 22 del mandato certifica el firme
compromiso británico con el sionismo:
“La
administración británica garantizará la inmigración judía hacia Palestina con
tal de formar su hogar nacional y, al mismo tiempo, esta administración
favorecerá las autonomías locales para los nativos de la zona”.
“Hogar nacional” para los colonos,
meras “autonomías locales” para los autóctonos. Queda claro el papel que se le
reserva al pueblo palestino.
El brazo armado del sionismo: Haganá e
Irgún
Una de las claves que explican la
consolidación de las primeras oleadas de colonizadores es el papel
intimidatorio ante los árabes que ejercen diversas milicias sionistas. De
hecho, los
judíos se han organizado en grupos paramilitares desde los primeros años de la ocupación (destaca Hashomer, destinado a defender algunas colonias), pero no constituyen formalmente una gran fuerza unificada de autodefensa hasta 1920: ese año crean la “Haganá” (ההֲגָנָה, “La Defensa”). Se trata de una milicia dirigida por el ex militar británico de origen ucraniano Zeev Jabotinsky, que mantiene contactos con Mussolini y los fasci italiani di combattimento. Los integrantes de la Haganá realizan la instrucción militar en la montaña de los Olivos de Jerusalén, con la total aquiescencia de las autoridades británicas. Llevan a cabo acciones célebres, como el asesinato del poeta judío antisionista Jacob Israël de Haan, pero las disensiones internas bloquean, en parte, la actividad del grupo. Unas tensiones en el si de la organización que se ven agudizadas a causa de la política de autocontención (“havlagá”) abanderada por socialistas como David Ben-Gurión, que limita la lucha armada a la autodefensa más elemental.
judíos se han organizado en grupos paramilitares desde los primeros años de la ocupación (destaca Hashomer, destinado a defender algunas colonias), pero no constituyen formalmente una gran fuerza unificada de autodefensa hasta 1920: ese año crean la “Haganá” (ההֲגָנָה, “La Defensa”). Se trata de una milicia dirigida por el ex militar británico de origen ucraniano Zeev Jabotinsky, que mantiene contactos con Mussolini y los fasci italiani di combattimento. Los integrantes de la Haganá realizan la instrucción militar en la montaña de los Olivos de Jerusalén, con la total aquiescencia de las autoridades británicas. Llevan a cabo acciones célebres, como el asesinato del poeta judío antisionista Jacob Israël de Haan, pero las disensiones internas bloquean, en parte, la actividad del grupo. Unas tensiones en el si de la organización que se ven agudizadas a causa de la política de autocontención (“havlagá”) abanderada por socialistas como David Ben-Gurión, que limita la lucha armada a la autodefensa más elemental.
Estas disputas, a las cuales se debe
sumar el incremento de las acciones armadas por parte de la resistencia
palestina, dan lugar, en los años 30,
a una escisión de la organización que acabará adoptando
el nombre de Irgún Tzvai Leumí (“Organización Militar Nacional”. El Irgún,
liderado por el veterano Jabotinsky, destacará por su radicalismo y por su
xenofobia.
Primeras manifestaciones de la
resistencia palestina
“El
antisionismo aumenta a diario en la zona. Por mucha propaganda que se haga
pidiendo tranquilidad a los árabes, nunca tendrá éxito”.
Este informe, enviado a Londres por el
general británico Clayton el 2 de mayo de 1919, expresa de manera nítida cómo
la situación colonial está gestando las condiciones idóneas para la subversión
de los nativos. De hecho, el lógico malestar profesado por los palestinos no
tardará en cristalizar en protestas y acciones concretas contra el
colonialismo. Una de ellas coincide con la celebración de la festividad
musulmana del profeta Musa en Jerusalén: en abril de 1920, una marea de árabes
inicia, ante las provocaciones de los colonos judíos y de los soldados
británicos, la revuelta que marcará el inicio del movimiento de liberación
palestino. Pese a durar solamente una semana, el conato subversivo causa una
decena de muertos y más de 200 heridos, y tiene como consecuencia la
destitución del alcalde palestino de Jerusalén, Kazem al Husseini.
Pronto aparecen nuevas afrentas que
desencadenan conatos similares. Una reunión entre Herbert Louis Samuel,
gobernador civil sionista de Palestina, y las elites palestinas locales,
defensoras a ultranza de sus intereses de clase, da lugar al llamado consejo
consultivo. Este órgano está compuesto por 10 funcionarios ingleses, cuatro
árabes musulmanes, tres árabes cristianos y tres judíos. Todos los
representantes árabes son oligarcas colaboracionistas, hecho que lleva a la
resistencia palestina a convocar en diciembre de 1920 un Congreso Nacional en
Haifa que denuncia la estafa del consejo consultivo y reclama la formación
inmediata de un gobierno realmente representativo en la zona. No obstante, las demandas son ignoradas y el
malestar sigue acrecentándose sin freno alguno. En 1921, la ciudad de Jaffa
acoge nuevos disturbios: un enfrentamiento sucedido durante las manifestaciones
del Primero de Mayo entre el Partido Comunista Judío, contrario a la ocupación
británica, y la Unión Trabajadora, organización rival de carácter socialista, es
aprovechado por los árabes para protagonizar una revuelta dirigida contra la
población judía de toda el área de Tel Aviv.
El incremento de las oleadas de
colonos que se produce a finales de los años veinte acelerará las fricciones
entre ocupantes y ocupados. Es una época en la que llegan frecuentemente
cargamentos de armas a los puertos palestinos, destinados, obviamente, a las
milicias sionistas. Los árabes son conscientes del poder creciente de los
judíos establecidos en su tierra y su tensión acumulada, que día a día sube un
poco, estallará del todo en agosto de 1929, en el Muro de las Lamentaciones de
Jerusalén. Allí, un imán denuncia las provocaciones acometidas la semana
anterior por un grupo de judíos ultraortodoxos, que había proferido insultos
contra el Islam y había enarbolado la bandera de Israel en ese mismo lugar,
todo ello a pesar de la prohibición expresa del gobernador británico. Se
producen enfrentamientos entre árabes musulmanes y colonos motivados por la
disputa religiosa; la muerte de un judío enfurece a los sionistas y da pie a
una serie de enfrentamientos intercomunitarios que obliga a los británicos a
desplazar tropas coloniales de la India expresamente para sofocarlos. Tras más
de 300 muertos y un millar de detenidos, entre los cuales la inmensa mayoría
son árabes, la resistencia palestina llega a una conclusión lógica: ante la
buena preparación militar de los sionistas y la plena complicidad británica, no
cabe otro camino que armarse y combatirles en igualdad de condiciones.
Al-Kaf al-Asuad, la primera organización
armada palestina
Izzedin al-Qassam, un profesor sirio
arraigado en la ciudad de Haifa y muy concienciado con la opresión que sufren
los palestinos, decide mover ficha e impulsa al-Kaf al-Asuad (“la Mano Negra”), de inspiración revolucionaria,
antisionista y antibritánica. Considerada como “terrorista” por el Mandato, es
duramente combatida por los colonos y por Gran Bretaña; ciertamente no era un
problema menor, puesto que logra crear células secretas a lo largo y ancho de
Palestina y llega a reunir, a mediados de los años 30, a más de medio millar de
militantes. Entre sus acciones destacan la tala de árboles plantados por los
judíos, el sabotaje a las infraestructuras ferroviarias habilitadas por los
británicos y el asesinato de influyentes líderes sionistas. La organización
intenta ganarse el apoyo del muftí al-Husseini, jefe del Consejo Supremo
Musulmán de los palestinos, para articular un gran frente patriótico que ponga
fin a la ocupación. Al no lograr la adhesión del gran líder palestino, que
prefiere mantenerse cercano a los británicos para mantener su posición
privilegiada, la Mano Negra intensifica su campaña armada. Tras el asesinato de
un agente de la ley británico, al-Qassam se refugia con algunos de sus hombres
en las proximidades de la ciudad de Yenín, situada en el norte de Palestina, y
fallece en una escaramuza con las fuerzas de ocupación que lo perseguían.
Significativo resulta el hecho de que los grandes líderes feudales palestinos
no asistan a su multitudinario funeral. Al fin y al cabo, saben que una
revolución palestina puede traducirse en la pérdida de sus múltiples
privilegios blindados por el Mandato.
1936: ante la ocupación, intifada
El precedente de al-Qassam y su grupo
armado ha activado el ímpetu combativo en muchos jóvenes palestinos, que a
partir de entonces no se dejan pisar tan fácilmente por los colonos. Ello
explica el gran movimiento popular que se inicia en 1936. Aquel año, un
contratista judío firma un acuerdo con la administración británica mediante el
cual puede edificar tres escuelas en la localidad de Yaffa. Los asalariados
para las obras son, exclusivamente, colonos judíos recién llegados. El
proletariado palestino, buena parte del cual se halla en el paro, protesta
bloqueando el acceso de los trabajadores a la obra. La llegada de las fuerzas
británicas al lugar de los hechos enciende los ánimos y da lugar, por enésima
vez en la región, a duros enfrentamientos que llevan a declarar el estado de
emergencia en todo el territorio. En Nablús, el 20 de abril de 1936, se
constituye una Comisión Nacional Árabe que decreta una huelga general indefinida
hasta la aceptación, por parte del Reino Unido, de la formación de un gobierno
nacional, de la igualdad entre palestinos y judíos y del fin de la inmigración.
El seguimiento de la huelga es un éxito rotundo, y nada puede contra él la ley
marcial declarada por los británicos. El muftí al-Husseini trata de controlar
la situación constituyendo y presidiendo el llamado Alto Comité Árabe, pero
muchos palestinos desoyen sus órdenes y prosiguen con las dinámicas de lucha
armada. La presión de diversas autoridades monárquicas anglófilas, así como las
esperanzas puestas en la comisión de Lord Peel, que propone dividir Palestina
entre ambas comunidades nacionales (un Estado para cada uno), enfrían en
noviembre la que vendrá a ser la primera gran intifada. El proyecto de Lord
Peel, que acaba siendo aprobado por el Reino Unido, no acaba de satisfacer a
los árabes. Los enfrentamientos se reinician y Londres toma cartas en el
asunto, esta vez de un modo especialmente agresivo: ilegaliza el Alto
Comisionado Árabe y deportan a sus dirigentes, impulsa la creación de una
policía judía y tolera la acción de los grupúsculos sionistas armados. La
revuelta de los palestinos se deshace a medida que se percibe como casi
imposible la victoria sobre los sionistas y los británicos, y la falta de
apoyos internacionales sólidas acaba por liquidarla. Mientras tanto, la
colonización sigue transformando el paisaje humano de Palestina: en 1937 ya hay
415.000 judíos, rozando el 30% de la población total. Aun así, siguen
existiendo núcleos que no cesan en la práctica de la lucha armada: es el caso
de Abdelkader al-Husseini, sobrino del muftí, que se rodea de antiguos
integrantes de la Mano Negra y combate a los ocupantes desde las montañas.
Por Jordi Peralta (@GorkaAzkoyen).
Por Jordi Peralta (@GorkaAzkoyen).
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