sábado, 23 de mayo de 2015

Pi i Margall, el presidente ‘anarquista’, el federalismo primigenio y el cantonalismo

A principios de mayo de 1873 el rey Amadeo I abdicó del trono de España y abandonó el país. Llegado el mes de mayo de ese mismo año se celebraron elecciones y, a causa de la abstención de los demás partidos, ganó el republicanismo liberal. Las Cortes Generales que se reunieron el día uno de junio de 1873 proclamaron la primera república española. Desde el principio quedó patente que esta nueva república tendría una constitución federal, con el catalán Francesc Pi i Margall como Presidente.

Pi i Margall y el naciente federalismo

En la España del siglo XIX, con unos históricos y característicos sentimientos regionales y patriotismos ‘locales’, hubiera sido de esperar un fuerte movimiento contra la centralización, pero debido al estado en el que quedó todo el país después de la guerra de la Independencia y a que el carlismo atrajo a sus filas a la mayor parte de las fuerzas anti centralistas, tales ideas tardaron su tiempo en aparecer entre las formaciones políticas de la izquierda liberal. Y realmente, si no hubiera sido por la gran insistencia de un solo hombre es posible que eso no hubiera ocurrido nunca. Ese hombre era Pi i Margall.
Francesc Pi i Margall fue un jurista y político catalán que nació en el seno de una familia de la pequeña burguesía barcelonesa, alternaba su interés por la historia del arte con su trabajo en un banco de Madrid. Pero su verdadera vocación era totalmente política y social, y las lecturas de Proudhon, padre del mutualismo, y un desconocido por aquellos tiempos en España, le mostró el “verdadero camino” que debía seguir España para la libertad total del pueblo. Se dio cuenta de que las políticas de aquel viejo francés encajaban totalmente con las necesidades del pueblo español, o así lo creyó él. En 1854, semanas después del exitoso pronunciamiento del General O’Donnell contra el gobierno de Isabel II, apareció la primera obra política de Pi i Margall, un libro llamado “La reacción y la revolución”.

El tema principal del que trataba la obra del jurista catalán era la iniquidad e infamia del poder. No debemos olvidar que la España de la Edad Moderna estaba gobernada por la fuerza (política) en su forma más brutal: Los generales y sus indisciplinados soldados, los bandidos del campo andaluz y los piquetes de ejecución. Para Pi i Margall esto era del todo repugnante. “Todo hombre que tiene poder sobre otro es un tirano”, decía. En sus conjeturas sobre el “orden”, declaraba –como muchos de los teóricos anarquistas- que el ‘verdadero’ orden no puede ser obtenido por la aplicación de la fuerza. Así escribía en “la reacción y la revolución” lo que era –o lo que debía ser- el orden:

“El orden supone acuerdo, armonía, convergencia de todos los individuos y elementos sociales. El orden rehúsa las humillaciones y los sacrificios. ¿Puede llamarse orden a esa paz engañosa que obtienes tajando con tu espada todo aquello que eres demasiado estúpido para organizar con tu limitada inteligencia? El verdadero orden, déjame que te lo diga, no ha existido nunca ni existirá mientras tengas que hacer tales esfuerzos para obtenerlo, porque el verdadero orden supone cohesión, pero no una cohesión obtenida por la presencia de causas exteriores, sino una cohesión íntima y espontánea, que tú, con todas tus restricciones, inhibes inevitablemente.”

Para Pi i Margall, al igual que más tarde expresaría Ortega y Gasset, los problemas de España provienen de la ‘creencia’, compartida por todos los sectores y elementos sociales del país, en los remedios violentos como forma de progreso. Hasta el anarquismo, que tenía la misma opinión sobre el poder que Pi i Margall, creía en la necesidad de un acto supremo de violencia (revolucionaria) para acabar definitivamente con toda violencia política. Pero para Francesc Pi i Margall esto era algo totalmente contradictorio. Se negaba a utilizar otro medio que no fuera la persuasión y la coacción moral. El que se convertiría en el primer presidente catalán de la historia de España, fue un gran precursor de la división –y elección- del poder y magistrados. “(el poder) lo haré cambiable, lo dividiré, subdividiré y conseguiré destruirlo”, rezaba Pi i Margall en su obra. En un sentido teórico, las ideas de Pi i Margall constituían anarquismo ‘puro’. Según el historiador hispanista Gerald Brenan “la única cosa que lo separaba (a Pi i Margall) de Mijaíl Bakunin era su reformismo”. Pero las ideas del catalán, después de la revolución española de 1854, conocida popularmente como “La Vicalvarada”, fueron perdiendo su original cariz renovador y revolucionario y fue adquiriendo una forma más moderada y simplemente teórica. Aun así, Pi i Margall se convertía así en el líder del nuevo movimiento federal español.
El primigenio movimiento federal español nace a partir de 1860, a consecuencia del fracaso de “La Vicalvarada”. Las razones de la gran popularidad con la que emergió el federalismo en la España de finales del siglo XIX no resultan muy difíciles de averiguar. El federalismo, ante todo, representaba la máxima expresión de la característica devoción española hacia la “patria chica” y una protesta muy fuerte hacia el siempre reaccionario centralismo españolista. El incipiente federalismo también representaba una protesta contra el dominio absolutista y opresivo de aquellos gobiernos españoles, que solo podían resultar posibles si, mediante la gran descentralización, podían amañar las elecciones a su libre arbitrio. El federalismo, pues, fue considerado el sistema político más apropiado para preservar los derechos de los municipios y para restringir el poder de los caciques. En 1868, pocas semanas antes de la revolución de septiembre que expulsó del trono a Isabel II, Pi i Margall tradujo al castellano el libro de Proudhon “Du principe fédératif”, el cual proporcionó un gran fondo teórico para todo el movimiento federalista.

A partir de ese momento, el fervor por la república federal fue creciendo como mayor rapidez. La pequeña burguesía, sujeto revolucionario español durante todo el siglo XIX, aceptó el republicanismo federalista como programa propio para sus reivindicaciones. Las formaciones políticas que abogaban por la república centralizada fueron perdiendo adeptos, y parte de la clase trabajadora también fue otorgando su apoyo al federalismo republicano. En el mismo instante en que la monarquía constitucional, la cual había constituido hasta entonces la solución para la burguesía liberal,  comenzaba a tambalearse, resultó incuestionable que una república federal ocuparía su lugar. Y así fue. En junio de 1873, Francesc Pi i Margall se encontró al frente del Estado español.

El plan federalista consistía básicamente en un proyecto de máxima descentralización. El proyecto preveía que el Estado quedara dividido en once cantones autónomos. Cada cantón debía dividirse en municipios libres, y estos se unirían entre sí mediante pactos voluntarios según sus necesidades. Sin duda alguna Pi i Margall no solo tuvo que leer a Proudhon, sino también a Mijaíl Bakunin respecto a la organización territorial de un país. La nueva España federal se compondría de unas Cortes Generales, elegidas mediante sufragio universal, pero que una vez establecida la nueva constitución, perdería gran parte de su autoridad, para dar más libertad a los municipios y los cantones. Una de las grandes bazas del proyecto de Pi i Margall era la abolición del servicio militar obligatorio. El militarismo era fuertemente repudiado en aquellos tiempos a causa de la existencia de las famosas ‘quintas’. Durante toda la década anterior se habían llevado a cabo numerosas expediciones coloniales que provocaron una gran impopularidad de las quintas, tanto que esta fue la copla popular que se cantaba:
                               Si la República viene
                               No habrá quintas en España.
                               Por eso aquí hasta la Virgen
                               Se vuelve republicana.

Estado e Iglesia deberían separarse y la educación pasaría a ser universal y gratuita. La nueva legislación laboral y social incluía el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas, la expropiación de grandes extensiones de tierra para darlas en propiedad a los jornaleros y la creación de bancos de crédito agrario. Pero todas estas reformas no pasaron nunca del proyecto a la realidad. Ni siquiera se habían elaborado unas pautas de actuación en caso de que hubiera municipios o cantones que no quisieran aplicar la nueva legislación. El sueño de Pi i Margall de ver una “España prudhoniana” duró apenas dos meses y desembocó en una nueva guerra civil y en un desorden político descontrolado.
Las causas del fracaso del movimiento federalista que lideró Pi i Margall fueron múltiples. Primeramente estalló una guerra carlista, que ya se estaba fraguando desde hacía un tiempo en los valles del pirineo vasco y catalán, lo cual hizo imposible la disolución del ejército y la abolición del servicio militar obligatorio. Como precisamente esta fue la promesa federalista que mayor entusiasmo generó entre la clase trabajadora, el descontento y la desilusión con el proyecto federalista fue notoria. La segunda gran causa de este fracaso consistió en la falta de individuos preparados para desempeñar los nuevos cargos administrativos. El nuevo cuerpo de funcionarios se formó a partir de ministros, gobernadores y militares que ocupaban sus nuevos puestos con gran incompetencia o con un gran sentido de la corrupción. Finalmente, el debacle del movimiento federalista llegó a causa de las revueltas cantonalistas. Las grandes provincias, sin esperar a la formación de las nuevas Cortes Generales y que esta aprobara la nueva constitución, comenzaron a declararse cantones independientes por su propia cuenta.

El cantonalismo

¿Qué fue el llamado movimiento o rebelión cantonalista? Sus dirigentes eran militares y políticos ambiciosos. Sus fuerzas militares estaban compuestas por desgastados regimientos y por la milicia local republicana. Este movimiento “municipalista” que recordaba a aquellos antiguos falansterios del socialismo utópico estalló de forma simultánea en Málaga, Sevilla, Barcelona, Granada, Cartagena y Valencia. El movimiento federalista se apoderó de dichas ciudades y las declararon cantones soberanos y libres. 
En la historia de España, el sentimiento que más rápidamente aparece en cualquier revolución o revuelta es el anticlericalismo. La Iglesia católica, curas, frailes y monjas han cargado siempre con el sambenito de todos los males de la época. Y la rebelión cantonalista no sería una excepción. Cientos de iglesias fueron cerradas y reconvertidas en locales públicos, los curas y sacerdotes no podían pasear por la calle con los hábitos puestos, y algunos fueron perseguidos y hasta asesinados por la efervescencia revolucionaria popular. También se disolvieron los cuerpos de seguridad del Estado y las grandes propiedades fueron expropiadas. El movimiento cantonalista cesó en el mismo momento que el Gobierno central se dispuso a utilizar la fuerza para restablecer el orden. El mes de julio de ese mismo año, el General Pavía entró en Sevilla con sus tropas y restableció la legalidad vigente en toda Andalucía.  Todo el movimiento cantonalista resistió durante cuatro meses en la ciudad de Cartagena. La lucha acabó en enero de 1874, justo cuando ya se habían disuelto las Cortes republicanas y la I República ya había dejado de existir.


Paralelamente a todo este movimiento, a veces demasiado caótico, cantonalista y federal, la Primera Internacional en España, que se negó a dar apoyo oficial al movimiento federalista, pero que no pusieron objeción alguna a que sus agrupaciones locales cooperaran con él, daba sus primeros coletazos con más pena que gloria. Los días de la Primera Internacional en España iban acabar muy pronto, pero en Europa todo el mundo le atribuiría el ‘éxito’ de la rebelión cantonalista. La Primera Internacional en España a duras penas consiguió existir durante siete años más hasta su disolución. En 1874, caída ya la primera experiencia republicana, el General Serrano suprimió el movimiento federalista de forma definitiva, y no se volvió a hablar de él. Su relevo lo cogería hasta 1937 “una muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto”, la anarquía. 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Milicianos, si. ¡Soldados, jamás! La estrategia militar anarquista en la Guerra

Durante el primer año de la Guerra Civil española, las milicias libertarias, formadas por voluntarios y voluntarias de la C.N.T., F.A.I. y P.O.U.M., tuvieron un papel determinante en lo que concierne a la guerra –y revolución- contra el “alzamiento nacional”. Las calles de Barcelona habían sido invadidas por toda la masa obrera que, rebosante de valentía e ímpetu revolucionario, deseaban partir hacia el frente aragonés para asestar un golpe mortal a la hidra facciosa. Todos estos libertarios se negaban a integrarse en los cuerpos oficiales del ejército republicano. En Barcelona se organizó una enorme asamblea de 10.000 voluntarios que votaron el siguiente orden del día:

“Nosotros no nos negamos a cumplir nuestro deber cívico y revolucionario. Queremos ir a liberar a nuestros hermanos de Zaragoza. Queremos ser milicianos de la libertad, pero no soldados de uniforme. El ejército se ha erigido en un peligro para el pueblo; solo las milicias populares protegen las libertades públicas. ¡Milicianos, sí! ¡Soldados, jamás! La CNT hizo suya la causa en Madrid y en la Generalidad catalana. Las declaraciones de los nuevos reclutas se tradujeron pronto en actos: millares vinieron a inscribirse espontáneamente en las milicias. Y la movilización sin distinción de clase o de voluntad revolucionaria fue abandonada en lo concerniente a la lucha contra los facciosos”. 

Pero tanto Madrid como Barcelona cometieron un tremendo error de análisis. No se trataba de una simple represión por parte de un movimiento militar y faccioso. Esa cruenta guerra que se iba a librar durante tres años en suelo español iba más allá, era un “fenómeno social” perpetrado contra la clase obrera por parte de la vieja oligarquía española, que vio peligrar su dominación y sus privilegios ante el ascenso del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Fue por tal error de análisis por parte de la burguesía republicano-liberal y del marxismo-socialismo mayoritario del momento (PSOE-PSUC-PCE) que, al creer que era una ‘simple’ guerra contra unos militares fascistas, no consideraron la opción de convertir la guerra civil en una guerra revolucionaria. La dicotomía latente a elegir entre guerra y revolución se vio traspasada a la estrategia a seguir para luchar y la forma de cómo se llevaría a cabo tal lucha, esto es, a elegir entre ejército regular o milicias libertarias.
Los expertos militares del momento estaban totalmente divididos sobre la estrategia militar a seguir. En cambio, los políticos, se inclinaban en su totalidad por la conformación de un ejército regular, temiendo probablemente aparecer insuficientemente imbuidos por del espíritu revolucionario y poco conscientes de las necesidades del momento. Parecía cada vez más necesario  preguntarse si el militarismo recalcitrante del bando sublevado llegaría a imponer sus propias formas y estrategias de lucha a los revolucionarios comunistas y anarquistas o si inversamente los camaradas revolucionarios conseguirían romper el militarismo oponiéndole nuevos métodos estratégicos y extendiendo por toda España la revolución social.
¿Cuáles eran los elementos de éxito de los que disponían los fascistas? Abundancia de material, disciplina draconiana y rígida, una gran organización militar y grandes ‘dotes’ para aterrorizar a la población con ayuda de formaciones parapoliciales aun existentes. ¿Y qué elementos de éxito teníamos del lado ‘popular’? Todo lo contrario: Abundancia de hombres y mujeres, una rebosante iniciativa revolucionaria y una agresividad apasionada de individuos y grupos revolucionarios, simpatía activa de todas las masas trabajadoras del Estado, huelga revolucionaria como arma arrojadiza y el sabotaje clandestino en las zonas ocupadas por el fascismo. La plena utilización de estos elementos físicos y morales, en sí mismas muy superiores a las del adversario faccioso, no podían más que realizarse –y triunfar- mediante la guerrilla extendida por todo el país.
El problema esencial no recaía en transformas la milicia en un ejército regular. El quid de la cuestión estaba en la de elevar la tecnicidad misma de las formaciones milicianas, dándoles material bélico apropiado. Actuar del modo que pregonaba el republicanismo liberal y el marxismo mayoritario significaba esperar la consecución de una batalla napoleónica, cuyos los instrumentos para tal estrategia aun estaban por llegar. Esta última estrategia conllevaba a eternizar la posición actual, dejando el resultado de la guerra en manos del azar, un resultado que de antemano podía ser favorable a la clase trabajadora, si se hubiera sabido utilizar plenamente sus armas propias.
A la hora de partir al frente desde Barcelona, cada columna tenía su fisionomía particular. Los destacamentos comunistas y socialistas se distinguían por una cierta rigidez militar, la presencia de caballería y de armas especiales. Las fuerzas del POUM, las de la Guardia de Asalto y las de los catalanistas se caracterizaban por la belleza y riqueza en sus equipos. Por otra parte aparecen, y no dejan indiferente a nadie, los militantes de la CNT y la FAI, en tres filas separadas, irregulares, esparcidas a lo ancho de la calle y de longitud interminable. A la cabeza de las tres filas se encuentra el estado mayor de las milicias libertarias. Se componía de sindicalistas de la CNT conocidos por ser hombres de acción. En Barcelona mismo, los camaradas que controlaban la economía del país durante el día, empuñan por la tarde el máuser o la mítica pistola ‘Star’. En las filas revolucionarias anarquistas no existe división entre los que llevan la política y los que disparaban la ametralladora contra elementos facciosos. No había “jefes” profesionales. No había especialización burocrática, sino militantes completos, revolucionarios las veinticuatro horas del día.

¿Mando único o coordinación?

Las milicias libertarias aprobaron una moción en Valencia por la cual se consideró necesaria la creación de un organismo de enlace entre las fuerzas que luchan en Teruel y el resto de Aragón, y se constituyó la formación de comités de guerra y de comités de columna, para formar por vía de delegación el comité de operaciones, compuesto por dos delegados civiles y un técnico militar como asesor, por cada columna, y por el delegado de guerra del comité ejecutivo popular, que debe servir de enlace entre las columnas de Teruel y las de otro frente. Por tanto, las milicias revolucionarias y anarquistas estaban en contra de lo que se conocía como “mando único”. No podían aceptar la imposición de un estado mayor, un ministro de guerra que desconoce la situación del terreno bélico ni ha participado en la guerra, que dirige desde el despacho y “da ordenes la mayoría de veces insensatas”. Se proponía, desde la CNT-FAI, la creación de un comité de operaciones, compuesto por representantes directos de las columnas libertarias, y no, como querían los marxistas del PSCU-PCE, de representantes de cada central de organización; querían representantes que conocieran bien el terreno y no cayeran en los mismos errores que el estado mayor (republicano) de Valencia (desorientación a la hora de avanzar, bombardeos y demás ataques que no sabían desde donde procedían y desconocimiento de la actividad del resto de columnas).
La comisión de comité de guerra fue aceptada por todas las milicias confederales. Se partía del individuo y se formaban grupos de diez, que entre sí realizaban las más pequeñas operaciones militares. La reunión de diez grupos formaban las centurias, que nombraban a su vez un delegado para representarlas. Treinta centurias formaban una columna, la cual estaba dirigida por el comité de guerra en que los delegados de centurias tenían voz. Otro punto fue el de la coordinación de todos los frentes. Este se realizaba por los comités constituidos pro dos delegados civiles y un técnico militar como asesor, junto con la delegación del comité ejecutivo popular. Así pues, aunque cada columna conservara su libertad de acción, se llegó a la coordinación de fuerzas milicianas, que no es para nada lo mismo que la unidad de mando. El marxismo mayoritario y el republicanismo liberal se oponían a esta coordinación confederada, decían que las columnas no tenían nada que discutir y que debían acatar, sin opción a réplica, lo que ordenara el estado mayor. De tal modo, más les valía un fracaso con el estado mayor, que cincuenta victorias con cincuenta comités.

¿Federalismo o jerarquía militar?

En cuanto al tema de la militarización, el sector anarquista y revolucionario, dejó patente desde el mismo inicio de la guerra que los militares estaban mejor preparados en la táctica bélica, y que por tanto se aceptaba de buen grado sus consejos y colaboración. En muchas de las columnas cenetistas participaban de forma voluntaria militares republicanos que brindaban sus conocimientos tácticos y estratégicos para avanzar en el Frente y afianzar el proceso revolucionario. Pero lo que las milicias no iban a acatar, bajo ningún concepto, era pasar de una estructura federalista a una disciplina cuartelaria.
Desde la CNT-FAI, que en su momento representaban la vanguardia revolucionaria que pretendió, hasta su último aliento, dirigir a la clase trabajadora hacia la emancipación absoluta, se pensaba que la agrupación miliciana por afinidades debía prevalecer por encima de todo. Que los individuos llamados por la revolución social debían agruparse voluntariamente siguiendo sus propias ideas y temperamento. Se aseguraba, que si las columnas se formaban de forma heterogénea, no se llegaría a buen puerto. Se instaba a no estar sometido a ningún mando militar gubernamental. Se hacía un llamamiento a la lucha para liquidar primero al fascismo, y luego por la consecución del anarquismo. La acción de las columnas no luchaba solo por acabar con “unos militares sin honor” que se habían sublevado, sino por la revolución social, que debía acabar con el capitalismo a la misma vez que el Estado.
Tal actitud por parte de las milicias libertarias hizo que se viera diezmada la dación de material bélico. Las columnas eran abastecidas débilmente por el Estado. Según “L’Espagne Antifasciste” (diario anarquista francés de la época) por cada 3000 milicianos, tan solo mil fusiles eran dados por el Estado, mientras que el resto de armamento debían ser sustraídos al enemigo faccioso.

El problema del sueldo

Uno de los problemas sometidos a discusión –y que marcaron las diferencias entre unos y otros- fue el sueldo a percibir a los que luchaban en el frente. Las comisiones de informadores aseguraban que los milicianos debían depender económicamente del Estado. A esto, la CNT, respondió que al comienzo de la contienda bélica las columnas de la Confederación se formaron de manera espontanea y partieron hacia el frente. Nadie se ocupaba del tema salarial, ya que los pueblos por donde avanzaba la revolución social, se hacían cargo de la existencia de los milicianos y milicianas. Pero llegó un momento en que las familias de los pueblos ya no podían abastecer más y las reclamaciones comenzaron. La CNT siempre fue hostil al salario de diez pesetas porque eso provocaba que el combatiente se convirtiera en un “profesional” y fuera perdiendo su espíritu revolucionario. Ese temor, por parte de la CNT, estaba justificado ya que se habían dado caso de milicianos que se habían “corrompido”. Se dictaminó que si el Sindicato podía hacerse cargo del mantenimiento de las columnas sería mucho mejor, pero que en caso contrario se seguirían recibiendo el sueldo gubernamental de diez pesetas. Lo que si estuvo claro en todo momento es que en las milicias libertarias los sueldos eran totalmente iguales entre milicianos y delegados de cualquier graduación en comparación con el sector republicano-liberal y marxista, donde los sueldos –y los permisos- variaban en función del rango dentro del ejército.

El miliciano como individuo consciente

¿Era más eficaz una unidad de mando absoluto que decidiera la función que el individuo debía asumir en la guerra, que las propias convicciones del individuo? El sector libertario del  momento asumía que el miliciano que se alistaba en la milicia ya que en ella hallaba una unidad moral, intelectual y revolucionaria. Por ello mismo, la CNT-FAI, que era la primera que estuvo en el campo de batalla luchando contra el fascismo y la burguesía, no estaba por la labor de permitir que el marxismo y el republicanismo burgués trataran de aniquilar lo mejor el proletariado catalán, es decir, ese proletariado anarquista y revolucionario que “poseían la valentía del bravo guerrillero de la independencia que hundió las pretensiones del invasor Bonaparte”. Por esto mismo tampoco se podía acatar el mando único, porque los militares republicanos y marxistas no habían hecho más que permanecer en la retaguardia, alejados de toda batalla contra el enemigo. Y la CNT-FAI, que sabían que había milicianos cien veces más validos que todos los militarizados, no querían trabas gubernamentales, ni que se invocara la falsa consigna de que sin mando único no podía ganarse la guerra. Las prácticas bélicas de los partidos políticos del régimen republicano que pretendían crear una unidad de mando absoluta para darla a su Ejército popular, para eternizar la dictadura del capital, pusieron en riesgo la revolución. Y finalmente la consiguieron socavar.

Definitivamente, y sobre todo a partir de los “sucesos de mayo” de 1937, las tácticas y estrategias de guerra anarquistas fueron liquidadas –junto a la revolución- y la táctica republicano liberal fue la que predominó el curso de la guerra en el bando republicano. La consigna marxista-liberal de “primero la guerra” no tenía ningún sentido, la única estrategia viable era la guerra revolucionaria, esto es, o revolución o desastre. Finalmente vino el desastre con la consiguiente victoria fascista en 1939 y una larga dictadura franquista de casi cuarenta años. 

sábado, 9 de mayo de 2015

El caso Scala. La estocada final al anarcosindicalismo español

Pasados casi cuarenta años de dictadura franquista, con la caída de los comités –tanto nacionales como en el exilio- durante la década de los cincuenta, y con la muerte del ‘Generalísimo’ Franco, el anarcosindicalismo, al que se daba ya por muerto y bien enterrado, resurgió. Una resurrección recibida con desconfianza por parte de los sectores políticos, tanto del sector tardofranquista como por aquello que llamaron “oposición democrática”, pasando por el minoritario –aunque muy activo- tradicionalismo de corte carlista. No solo los partidos políticos que pretendían tomar parte de la “transacción” española vieron con recelo el resurgimiento del anarcosindicalismo, sino también el sindicalismo ‘amarillo’ (CC.OO y U.G.T) que fue tomando fuerza los últimos diez años de la dictadura. La C.N.T. y su ideología no solo no tenían cabida en el proceso de la Transición, sino que suponía verdaderamente un problema. Así que el Estado español tuvo como objetivo prioritario conseguir, no tanto su desaparición, sino la marginalización de la que en su día fue la fuerza sindical con más afiliado de la historia de España.

El retorno

En diciembre de 1975 se hizo una reunión en un local madrileño de doscientas personas en la que se decidió la puesta en escena (política), de nuevo, al sindicato ‘cenetista’ a nivel local y elegir un comité regional que asumiera el papel de Comité Nacional Confederal. Lo mismo ocurrió en Barcelona justo un año más tarde. El sindicalismo revolucionario, anarquista, que se había dado por muerto, al parecer no había sido bien enterrado, y volvía a resurgir. Entre quienes organizaron la ‘nueva’ C.N.T. estuvieron aquellos cenetistas que habían continuado vinculados a la organización desde la clandestinidad (y que en muchos casos habían estado ligados al colaboracionismo del ‘cincopuntismo’) y los que mantuvieron contacto con el sindicato desde el exilio francés. Además, también participaron de esta reorganización sindical quienes fueran militantes de los grupos “Liberación” y “Solidaridad”. El primero un agrupación de origen cristiano y de corte consejista. El segundo, también de origen cristiano y nacidos en los años setenta que tenían como referencia ideológica y de acción la carta de Amiens del sindicalismo revolucionario.

En menor medida, también se integraron al sindicato anarquista individuos procedentes de otros colectivos cristiano católico, como la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), que durante el franquismo habían pertenecido al MOA (Movimiento Obrero Autogestionario) y al FSR (Frente Sindicalista Revolucionario) que se inspiraban principalmente en las ideas anarcosindicalistas.

También, y en gran medida, confluyeron en la organización ácrata una gran cantidad de personas jóvenes que procedían de las ideas anti-autoritarias, situacionistas y posmodernas del mayo de 1968, una confluencia que se hizo, sobretodo, a través de lo que durante la Transición Española se llamó “Grupos Autónomos Armados”. Hubo otro sector que, por suerte o por desgracia, fue minoritario a la hora de reorganizar a la C.N.T. llamados “los integrales” y que fueron partidarios de la creación de una organización “integral”, es decir, que la C.N.T. dejara de ser únicamente un sindicato y se transformara en una organización cuya actuación abarcara todo los campos de lo político y no solo el campo sindical. El sector marxista que tomó parte de esta reorganización cenetista lo compuso mayormente la OCI (organización trotskista) y diversos grupúsculos de marxistas libertarios (consejistas). 

La puesta en escena

A finales de julio de 1976 tuvo lugar el primer Pleno Nacional de Regionales de la C.N.T. reconstituida de la que tomaron parte las delegaciones de Cataluña, Levante, Asturias y Castilla. En este primer pleno se decidió que fuera la federación local de Madrid quien se encargara de nombrar al primer comité nacional de la nueva era. Fue tres meses después cuando se decidió, en un pleno de militantes, sus nuevos componentes. El mítico –y ya veterano- Juan Gómez Casas fue escogido secretario general. El panorama sindical era muy confuso en aquel momento. No solo desde el punto de vista jurídico, también desde la implantación de cada organización. Por una parte, el Gobierno de Adolfo Suárez procedió al desmantelamiento del Sindicato Vertical franquista. Por otra parte, comenzó una feroz lucha por ocupar nuevamente el espacio sindical. Comisiones Obreras, U.G.T., U.S.O., S.O.C., y E.L.A-S.T.V., crearon la llamada Coordinadora de Organizaciones Sindicales, basada en la moderación política, la reforma pactada y en la subordinación de los intereses de la clase trabajadora a las directrices del Estado español y ‘su’ patronal. La C.N.T., evidentemente, rechazó participar en tal organización.

Pero la guerra ya había comenzado, tanto la COS como las altas instituciones políticas no iban a permitir que el anarcosindicalismo radicalizara, de nuevo, a la clase trabajadora. A finales de 1976 empezaron a difundirse los rumores de que la C.N.T. tenía lazos con los marxistas del PCE(r) y el GRAPO. Daba igual las grandes diferencias ideológicas entre los dos colectivos, en esta guerra todo valía. Incluso el órgano propagandístico del P.C.E., Mundo Obrero, empezó a difundir que la organización cenetista estaba compuesta por servicios secretos para socavar los cimientos de la ‘nueva’ “democracia”. El 27 de marzo de 1977 tuvo lugar la “furia libertaria” en una plaza de toros de San Sebastián de los Reyes donde la C.N.T. celebró su primer acto público con un inconmensurable éxito. Lo mismo empezó a ocurrir por diversas localidades de todo el Estado, hasta que se llegó al cenit en Barcelona. El 2 de julio cien mil personas se congregaron en Montjuich para demostrar que el anarconsindicalismo no estaba muerto. El 7 de mayo de 1977 se procedió a la legalización de la C.N.T.
Dos días después de su legalización, el sindicato anarquista recibió la invitación del ministro de Trabajo de formar parte en la delegación española que acudiría a la conferencia de la OIT que se celebraría en Ginebra. La C.N.T. declinó tal invitación. Se quiso dejar claro que no se quería entrar en el juego de la Transición Española.

La integración del movimiento obrero fue uno de los objetivos prioritarios del Estado español para la consolidación del proyecto de la “transacción” política. Para con la C.N.T., primeramente, se aplicó un régimen de “apagón informativo”. Comunicados, ruedas de prensa o informaciones varias sobre conflictos laborales donde participaba la C.N.T. fueron totalmente silenciadas. En segundo lugar, el modelo sindical que se fue estableciendo tuvo como objetivo prioritario fortalecer las burocracias frente a la propia actividad sindical. Así se reforzaba la dependencia de los partidos políticos y del propio Estado, se buscaba, pues, la existencia de otro Sindicato Vertical que no pusiera en peligro la nueva “paz social” que se estaba creando. Ya en 1976 se produjeron las primeras acciones violentas que se relacionaban con la C.N.T. en ciudades como Barcelona, Murcia, Málaga y Valladolid. Las páginas de los grandes periódicos de tirada nacional iban copándose cada vez más y más de malas noticias que aparecían relacionadas con el sindicato anarquista.

Los Pactos de la Moncloa

En 1977 la situación de España era terrible. El déficit comercial y la deuda exterior triplicaron las reservas monetarias españolas, la inflación alcanzaba promedios del cuarenta por ciento y el paro llegaba al millón de personas, sin que su mayoría recibiera prestaciones económicas. Una situación que para el Estado podía suponer una traba para la propia Transición. Alcanzar un pacto social se convirtió en prioridad del gobierno de Adolfo Suárez. El encargado de llegar a ese pacto fue Enrique Fuentes Quintana.

Fuentes Quintana, ministro de Economía por aquel entonces, fue el encargado de, durante el mes de agosto de 1977, redactar un documento en el que se proponía llegar al ‘ansiado’ pacto social, basado en una moderación salarial para la clase trabajadora y la aceptación de la política gubernamental, es decir, acatar la monarquía parlamentaria y el capitalismo, por parte de los principales sindicatos y partidos de la oposición. Ese verano estuvo repleto de reuniones interminables entre Fuentes Quintana –y demás altos cargos del gobierno- con los principales dirigentes del PCE, PSOE, UGT y CC.OO. Llegó el otoño y se formó las llamadas comisiones mixtas Gobierno-Oposición que redactaron los apartados del texto final que suscribieron los principales partidos parlamentarios del momento el día 25 de octubre en el Palacio de la Moncloa. Justo dos días más tarde, el Congreso de los Diputados aprobó los que serían conocidos desde entonces como los “Pactos de la Moncloa”. Estos pactos representaban el acuerdo de las fuerzas políticas parlamentarias con las fuerzas sindicales mayoritarias para “reconducir” la alarmante situación económica que padecía España. Un pacto interclasista y reformista que traspasaba al mundo laboral el modelo político de la metamorfosis de la dictadura a una monarquía parlamentaria.
Paralelamente a estos pactos, que no suponían más que cargar sobre las espaldas de la clase trabajadora los desmanes económicos de cuarenta años de dictadura franquista, proseguían los ataques, sobretodo propagandístico, contra la C.N.T. Incluso desde la prensa española se dio un carácter anarquista a la R.A.F de Ulrike Meinhof cuando se produjo el secuestro y muerte del empresario Hans Schleyer. Muchos rumores desde los principales periódicos y emisoras de radio, como el del secuestro por parte de la C.N.T. del ministro Landelino Lavilla, incidían en toda la población y hacían que, aún más, el anarconsidncialismo fuera una fuerza marginal.

El atentando contra la sala Scala

Domingo 15 de enero de 1978. Esa mañana la C.N.T. había convocado una manifestación en Barcelona contra los “Pactos de la Moncloa”. Quince mil personas se dieron cita esa mañana en el centro de la ciudad condal. La manifestación transcurrió pacíficamente sin indecentes hasta que se desconvocó la marcha. Aun así, sobre las 13:00 horas de la tarde se desencadenó un gran incendio en la sala de fiesta Scala que se encontraba en la calle Consell de Cent con el passeig de San Juan. El incendió fue de tal proporción que no solo destruyó todo el edificio, sino que también causó la muerte de cuatro de sus trabajadores, casualmente afiliados, dos de ellos, a la C.N.T. En un primer momento nadie pensó en un acto terrorista, sino en un intento de atraco con desenlace final trágico. También se habló de una posible “campaña” de apoyo a Albert Boadella, perseguido en aquel momento por la actuación teatral de su obra “La Torna” donde ridiculizaba a las altas estancias militares. Sin embargo, durante la mañana siguiente la Policía Nacional hacía público un documento donde informaba de la detención de cuatro jóvenes militantes de la C.N.T. que supuestamente habían participado en la manifestación. Según la versión policial, después del mitin de finalización de la marcha, se dirigieron a la sala de fiestas contra la que lanzaron seis artefactos incendiarios que originaron el fuego. Se les calificó de “Comando F.A.I.” que, según la policía, era el brazo armado de la C.N.T. 


Todos los medios de comunicación comenzaron a relacionar este atentado terrorista con la organización cenetista. Estaba claro que, una vez más, se intentaba identificar a sindicato con atentados, violencia y perturbación de la “paz social”. En tan solo 48 horas se había logrado identificar y detener a los presuntos terroristas, lo cual extrañaba mucho. Los días siguientes se sucedieron más detenciones de militantes cenetistas. Hasta doscientos cenetistas pasaron por las dependencias policiales. Se trataba, pues, de una campaña, para amedrentar a las personas más activas del sindicato ácrata y dar una imagen de organización terrorista para alejar así al cuerpo de afiliados. Terrorismo de Estado puro y duro. El deterioro de la imagen de la C.N.T. fue brutal, y fue un punto de inflexión del cual no se levantaría cabeza nunca más. El estigma fue tan brutal que pertenecer a la C.N.T. era sinónimo de ser terrorista y miles de trabajadores y trabajadoras se dieron de baja del sindicato. El Estado español había conseguido su objetivo. Todos los detenidos e imputados fueron torturados y humillados, así se consiguieron las confesiones por parte de los cenetistas. El caso más terrible fue el contado en el juicio por la cenetista Maite Fabres, que denunció que fue apalizada durante horas y encañonada con una pistola en la cabeza. Un mes más tarde el juez que instruía el caso ordenó el procesamiento de once cenetistas por “delitos de atentado” y “tenencia de explosivos”. Las detenidas comenzaron una larga peregrinación por diversas cárceles españolas, desde Barcelona hasta Segovia, pasado por Ocaña, Burgos y Yeserías.

Un juicio extraño

Como suele ser tradición en los juicios políticos, la instrucción del caso Scala estuvo repleto de irregularidades y trabas. Como por ejemplo la ausencia del ministro de Interior Rodolfo Martín Villa, citado por las defensas, la destrucción rápida del edificio Scala y la negativa judicial de aceptar como testigos a los propios dueños de la sala de fiestas. El juicio fue tan estrafalario que hasta la acusación tildó de anarquista al fiscal del Estado, Alejandro del Toro Marzal, por sus protestas contra lo que consideró un escándalo judicial.
Uno de los puntos negros del caso fue el propio origen del incendio. El juez que comenzó la instrucción del caso Scala pidió un informe a un perito. En su resultado perital aparecían los análisis de laboratorio de las muestras que se recogieron. En ellas se había detectado la presencia de fósforo, componente químico totalmente ausente de los cocteles molotov que se habían lanzado contra la sala de fiestas. Parecía como si se hubiera acumulado el fosforo en la sala Scala para que esta ardiera como una falla. Los testigos de la acusación decían haber oído detonaciones, pero el informe perital dictaminó que las bombonas de propano no explotaron. Otro de los percances con los que se encontró la defensa fue el repentino interés por parte de los propietarios de la sala de fiestas por comprar las fotos tomadas durante el incendio, realizadas por un vecino. Días más tarde los negativos fueron comprados y las fotos no volvieron a ver la luz. Tampoco se hizo caso a las declaraciones de varios testimonios vecinales que aseguraban que el fuego se había iniciado en la parte trasera, justo el lado opuesto donde impactaron los cócteles molotov. La defensa hizo hincapié en que la entrada del local, revestida con moqueta anti-inflamable, estaba intacta. El juez hizo oídos sordos. Todo este juicio político provocó hasta un “enfrentamiento” entre la Audiencia Provincial de Barcelona y la mismísima Audiencia Nacional. La Audiencia Provincial, entendiendo que se trataba de un acto terrorista, envió el sumario del caso a la Audiencia Nacional en Madrid para que fuera esta quien se hiciera cargo. Sin embargo, la Audiencia Nacional le devolvió el caso a la Audiencia Provincial de Barcelona, donde se celebraría la vista judicial finalmente. El “enfrentamiento” venía dado por el criterio de calificación del delito. La fiscalía de la AN no encontraba forma de mantener la acusación de “banda armada” o “delito de terrorismo”. La única prueba de esto fueron las aportadas por la Policía Nacional mediante torturas y humillaciones a los detenidos cenetistas. Tampoco pasó inadvertido el certificado firmado entre el Gobernador Civil de Barcelona con los dueños de la sala Scala en el que se calificaba al incendio como un acto con “carácter político”, lo cual aumentaba la suma monetaria en la indemnización.
Tuvieron que pasar dos años, en enero de 1980, para que la Audiencia Provincial de Barcelona dictara la celebración del juicio. Quedaron oficialmente procesados y casuados Luis Muñoz García, José Cuevas Casado, María José Lopez Jiménez, Francisco Javier Cañadas Gascón, Arturo Palma Segura y María Pilar Álvarez. La otra detenida y torturada durante horas, Maite Fabrés, pasó esos dos años encarcelada y finalmente puesta en libertad sin cargos.


El uno de diciembre se celebró la primera vista en la Audiencia Provincial de Barcelona, tras varios días de encontronazos entre la policía y los manifestantes que clamaban por la amnistía de los acusados. El Tribunal lo formaban Xavier O’Callaghan Muñoz y Ángel de Prada. El desenlace ya venía dictaminado desde fuera, y no era otro que la condena de los acusados. La finalidad de desprestigiar a la C.N.T. ya se había conseguido desde hacía un par de años. En la primera sesión, la defensa, compuesta por Mateo Seguí, Marc Palmés Giró y José María Loperena hicieron hincapié en que las confesiones de los acusados habían sido obtenidas bajo tortura. El Tribunal denegó estudiar si esto era cierto o no. El segundo día de la vista, en mitad del juicio, Maite Fabrés, ya en libertad provisional y el acusado Luis Muñoz se abrazaron efusivamente. Los policías que los vigilaban los separaron de muy malas formas lo cual provocó una gran pelea dentro de la sala entre acusados, policías y parte del público allí presente. El juez ordenó desalojar la sala. Todo el sumario se sustentaba en confesiones obtenidas en comisaria bajo torturas, humillaciones y malos tratos.
La sentencia se hizo pública el día 8 de diciembre de 1980. Se calificaba el incendio como un “delito de imprudencia con resultado de muerte”. Se condenó a 17 años de prisión mayor a José Cuevas, Javier Cañadas y a Arturo Palma, a 5 meses a Rosa López y a 2 años y seis meses a Luis Muñoz. Pilar Álvarez fue absuelta. Los tres restantes quedaron en libertad. También se impuso una indemnización económica a los propietarios de la Sala Scala de Barcelona de 288 millones de las antiguas pesetas y de cinco millones a cada una de las familias de las cuatro víctimas. Como era evidente, la C.N.T. protestó ante esta sentencia basada exclusivamente en las pruebas policiales extraídas bajo torturas.

La ‘muerte’ de un sindicato

Las consecuencias para la  C.N.T. fueron terribles. El caso Scala cortó de raíz su expansión por la clase trabajadora y sus afiliados fueron disminuyendo. Fue una operación, otra más, del Estado español contra el anarquismo en España. La gran repercusión de la participación de la C.N.T. en el incendio terminó por hacer creer a la gente sobre su verdadera implicación. Tal hecho terminó por deteriorar, aun más, la imagen del sindicato ácrata y del anarquismo en general. Ser afiliado a la C.N.T. fue algo que se convirtió en sinónimo de tener problemas: Los medios de comunicación lo hicieron impopular y los cuerpos policiales y fascistas peligroso. En esta ocasión, a diferencia de los grandes procesos del Estado contra el anarquismo español, las ideas libertarias no pudieron resistir. El hilo rojinegro se rompió de tanto tensarlo, y hasta el momento no ha podido ser reconstituido. Los ataques a la C.N.T. fueron recibidos con gran alegría por los partidos de “izquierda” como por los sindicatos “mayoritarios” que veían así como desaparecía un fuerte competidor. Todos miraron hacia otro lado. El desprestigio para con la opinión pública sirvió, también, para ahondar en las divisiones internas del sindicato. El seno del sindicato anarquista se dividió entre quienes pensaban que había que defender a los acusados fueran culpables o no, y los que pensaban que tan solo había que defenderlos oficialmente si se demostraba realmente que eran inocentes.
Los años fueron pasando y el caso Scala fue cayendo en el olvido. Los condenados con mayores penas salieron de prisión a los nueve años por buena conducta. La sala de fiestas nunca volvió a construirse. Las familias de las víctimas no percibieron más que un millón de pesetas de indemnización y una pensión de 18.000 pesetas mensuales. Por su parte, la C.N.T., sin desaparecer oficialmente, continuó en declive hasta llegar a la actual situación, de la que intenta resurgir. Nunca más se volvió a reabrir el caso Scala. A nadie parece interesarle “reabrir heridas”. Sin duda alguna, lo ocurrido esa fatídica mañana del 15 de enero de 1978 es uno más de los agujeros negros de aquella “modélica” Transición.
El paso de la dictadura “nacional-católica” a la “democracia” parlamentaria en España se hizo sobre un pacto de amnesia y sobre 591 personas muertas. Era necesario desactivar cualquier posibilidad revolucionaria del movimiento obrero. En este hecho estuvo la motivación última del caso Scala.


“No me preocupa ETA, quienes de verdad me preocupan son los anarquistas y el movimiento libertario.” Rodolfo Martín Villa (Ministro de Gobernación) en declaraciones hechas días antes del incendio de la sala Scala.

sábado, 2 de mayo de 2015

COMBATIENDO AL IMPERIO OTOMANO. LOS PRIMEROS PASOS DEL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO ARMENIO

A finales del siglo XIX, el Imperio otomano se halla en un proceso de crisis y de fuerte
inestabilidad, un preludio de su inminente descomposición y reconversión en lo que hoy es la Turquía moderna. Por entonces los armenios constituyen en Anatolia una importante minoría de confesión cristiana, una pieza destacada de un rompecabezas multiétnico donde también debemos situar a kurdos, asirios, griegos pónticos y otros grupos; no olvidemos que se trata de comunidades que se establecieron en la península muchos siglos antes que los turcos. Oprimidos por latifundistas y funcionarios, acosados por ciertas tribus kurdas y discriminados en muchas ciudades, su situación empeora cuando son señalados como obstáculo para la construcción del Estado-nación homogéneo y centralizado que muchos turcos empiezan a contemplar ante el inminente derrumbe imperial. No es de extrañar: más allá de la diferencia étnica, debemos tener en cuenta el choque religioso (los turcos son mayoritariamente musulmanes), la amenaza que suponía el hecho diferencial armenio para la integridad territorial del Imperio y las simpatías que, según decían, despertaba su causa en la Rusia zarista, uno de los principales enemigos geopolíticos de los otomanos. Ante esta complicada coyuntura, el amanecer nacional armenio no se hará esperar. Y se manifestará a través de diversas organizaciones que jugarán un rol destacado en la historia de este sufrido pueblo.


El primer síntoma: Armenagán

A medida que la represión otomana se recrudece, la conciencia de las clases populares armenias aumenta y se dan las condiciones óptimas para estructurar núcleos de resistencia política, cultural, social y armada. El pionero es el Armenagán, fundada por un grupo de estudiantes de la ciudad de Van en el año 1885. Estos jóvenes están inspirados por su antiguo profesor Mgrditch Portugalian, intelectual exiliado en Marsella a causa de su oposición al Imperio otomano; de hecho, toman el nombre del grupo del periódico que su mentor ha fundado en su nuevo hogar francés. Los integrantes del Armenagán rechazan la estructura tradicional del partido político y no presentan un programa concreto, pues su principal objetivo es la preparación de la población para un eventual enfrentamiento armado con sus enemigos; es por ello que constantemente importan armas desde el extranjero, organizan grupos de resistencia para defenderse de las razias kurdas y planifican un gran levantamiento popular. Años más tarde, una parte significativa de la militancia evolucionará hacia posiciones más moderadas, integrándose en el Partido Constitucional en 1908, uno de los elementos constitutivos del Partido Democrático Liberal Armenio surgido en 1921.

Los  “hunchakians”: agitación cultural y lucha armada

Otro nombre a tomar en consideración es el Partido Social Demócrata Hunchakian, más conocido como Henchak, que sí podemos considerar como la primera organización política armenia: cuenta con una clara estructura nacional e internacional y con un programa bien definido. Nace en la ciudad suiza de Ginebra en 1887, fundado por un grupo de estudiantes marxistas procedentes de la Armenia rusa: se trata de Avetis Nazarbekian, Mariam Vardanian, Gevorg Gharadjian, Ruben Khan-Azat, Cristopher Ohanian, Gabriel Kafian y Manuel Manuelian. Sus contactos con Friedrich Engels y Gueorgui Plejánov –debemos tener en cuenta que Vardanian había colaborado estrechamente con revolucionarios rusos en San Petersburgo– resultan determinantes para unir la defensa de las clases subalternas armenias con los planteamientos del nacionalismo armenio, que se concreta en la lucha por el establecimiento de una Armenia independiente dentro del orden socialista mundial que persigue el marxismo. Su eslogan lo dice todo: “Aquellos que no pueden lograr la libertad a través de la lucha armada revolucionaria son indignos de mercerla”.


El papel del Henchak es clave durante las primeras décadas del despertar armenio. Su militancia arriga en otros países europeos además de Suiza, en América, en el Cáucaso y, finalmente, en la misma Armenia ocupada. Uno de sus principales caballos de batalla en todos estos es la educación de las masas, motivo por el cual otorgan un papel muy importante a los intelectuales. Así, entre algunos de los nombres que apoyan su causa podemos citar el del poeta Hovhannes Tumanyan, el del periodista Aram Andonian –que sufrió severamente la censura otomana e incluso llegó a ser deportado– o el del escritor, historiador y lingüista Ghazaros Aghayan. También llevan a cabo una intensa difusión de las ideas marxistas a través de publicaciones como Gaghapar, que comienza a editarse en Londres y en París en 1894 y que incluye una versión en armenio de El Manifiesto Comunista, traducido por Avetis Nazarbekian y Mariam Vardanian. Otro de sus logros a nivel cultural y lingüístico es la frontal oposición a las agresivas políticas de rusificación defendidas por el gobernador zarista del Cáucaso, Viceroy Galitzin.

Más allá de la batalla cultural, y siguiendo el lema del partido citado anteriormente, los dirigentes hunchakians apuestan por tomar las armas para combatir al opresor. Esta praxis se refleja en la rebelión de Sassoun de 1894: en esta región oriental el partido, mediante la dirección de Mihran Damadian, Hampartsoum Boyadjian y Hrayr Dzhoghk, propicia y lidera una feroz resistencia ante el acoso de las fuerzas imperiales e irregulares kurdos que, sirviendo los intereses otomanos, llevaban años hostigando a la población armenia. La rebelión termina de manera trágica, siendo uno de los episodios precursores de las masacres hamidianas –llamadas así porque fueron impulsadas por el sultán Abdul Hamid II– que preludiaron el gran genocidio iniciado en 1915. Aunque los vencedores otomanos prometen clemencia a los armenios que deponen las armas, esta nunca les será concedida y tendrá lugar un verdadero baño de sangre que llega a ser investigado por representantes diplomáticos británicos, franceses y rusos. Más éxito tendrá la actuación hunchakian en el establecimiento de la Primera República de Armenia en 1918, defendiendo Ereván del Ejército Islámico del Cáucaso, unidad militar otomana.

La Federación Revolucionaria Armenia

A finales del siglo XIX, la ciudad georgiana de Tiflis –por entonces parte de Rusia– se convierte en el epicentro propagandístico de algunos grupos que claman por la ejecución de reformas en el Imperio otomano y el reconocimiento de derechos para la numerosa población armenia que en él habita. Estas reivindicaciones experimentan un salto cualitativo en 1890, cuando Kristaphor Mikaelian, Stepan Zorian “Rostom” y Simon Zavarian crean un nuevo partido político llamado Federación de Revolucionarios Armenios. El hecho de tratarse de una organización de inspiración socialista atrae al Henchak, cuyos militantes colaboran estrechamente con la nueva formación; pese a ello, no tardarán en abandonarlo, quejándose de la falta de principios marxistas en el partido. En 1892 el grupo pasa a llamarse Federación Revolucionaria Armenia –más conocida como Dashnaktsutiun–, adopta una estructura descentralizada y centra sus demandas en un eje democrático básico: libertad de religión, de expresión y de reunión, además de la defensa de una más que necesaria reforma agraria.  A nivel territorial, su inicial autonomismo acaba derivando en la reclamación de un Estado propio, objetivo sintetizado en su eslogan: “Una Armenia libre, independiente y unida”.


Una de las actividades más significativas de los dashnaks es la creación de los fedayín, unidades militares que nacen para defender los poblados armenios de las fuerzas otomanas y del pillaje de las tribus kurdas durante las peores épocas de las masacres hamidianas. Una de sus primeras actuaciones, de hecho, tiene lugar en la ya comentada rebelión de Sassoun, ayudando a los hunchakians y a la población del lugar a organizar la resistencia. También apoyan activamente al Armenagán y al Henchak en la defensa de la ciudad de Van de 1896, cuando este núcleo se ve acosado por tropas otomanas que buscan el exterminio de la población armenia. Sin embargo, una de sus acciones más célebres es la ocupación del Banco Otomano en Constantinopla, el día 26 de agosto de 1896. La operación incluye el uso de granadas y dinamita y es dirigida por los líderes nacionalistas Papken Siuni y Armen Garo, el cual acabaría siendo el primer embajador de la Armenia libre en los Estados Unidos. Siuni, junto con ocho asaltantes más, es abatido durante el ataque inicial, pero la ocupación –que se alarga durante 14 horas– del que por entonces era un importantísimo centro financiero del Imperio consigue un impacto mediático contundente, logrando amplias muestras de apoyo en la prensa europea y simpatías en las esferas diplomáticas de los Estados Unidos, si bien ningún país movió un dedo para impedir los pogromos que llevaron a cabo los otomanos contra la comunidad armenia de la ciudad: hasta 6.000 muertos en una clara muestra de sangrienta venganza.

Otra actuación memorable que contó con la implicación de la Federación Revolucionaria Armenia: la expedición de Khanasor, que tuvo lugar a finales del mes de julio de 1897. Es una operación militar que los fedayín, con el apoyo del Henchak y del Armenagán, llevan a cabo contra la tribu kurda de los Mazrik, localizada en la llanura de Khanasor, como castigo por su activa colaboración con las fuerzas otomanas durante las masacres hamidianas. Todos los hombres de la tribu son masacrados, a excepción de Sharaf Beg, su líder, que huye ataviado con ropa de mujer (los armenios perdonan la vida a mujeres y a niños). Pese a que esta victoria lograda por 250 armenios armados no supone mucho ante el cúmulo de atrocidades perpetradas por los turcos otomanos y sus secuaces, representa un punto de inflexión positivo en la capacidad de autodefensa de este pueblo y se convierte en todo un símbolo.

Finalmente, deben ser citados dos hechos más en relación con la Federación Revolucionaria Armenia: el alzamiento de Sassoun de marzo de 1904, que cuenta con la participación de figuras heroicas como el guerrillero Kevork Chavush, una verdadera pesadilla para los otomanos en el terreno militar, y el intento de asesinato del sultán genocida Abdul Hamid II en Constantinopla. Uno de los fundadores del Dashnaktsutiun, Kristaphor Mikaelian, fallece manipulando explosivos durante la preparación del atentado.



La Federación Revolucionaria Armenia también tuvo un papel destacado durante la resistencia contra el genocidio, a lo largo de toda la Primera Guerra Mundial y en la consecución de la Armenia independiente, al igual que las otras organizaciones citadas. Sus distintas actuaciones y aportaciones ideológicas en esas etapas son merecedoras de otro artículo extenso y de mucha profundidad, pero lo que nos debe quedar claro es que el movimiento de liberación nacional armenio, vehiculado por estos grupos y sus simpatizantes, no surge de la nada: es fruto de unas circunstancias políticas concretas, que a la vez ahondan sus raíces en un problema histórico como lo es el de la gestión naturaleza multiétnica del Imperio otomano. Esa cuestión es ahora la cuestión de la pluralidad interna del Estado turco moderno, siendo reemplazados los armenios por otro actor parecido en términos de complejidad y lucha: los kurdos.


Colaboración de Jordi Peralta Mulet.