Europa en fuego, una decena de millones de
hombres metidos en la más espantosa carnicería que jamás haya registrado la
historia, centenares de millones de hombres y de mujeres y niños en lágrimas,
la vida económica, intelectual y moral de siete grandes pueblos brutalmente
suspendida, la amenaza cada día más grave de complicaciones militares nuevas,
tal es, tras cinco meses, el penoso, angustioso y odioso espectáculo que nos
ofrece el mundo civilizado.
Espectáculo esperado,
sin embargo, al menos por los anarquistas.
Pues ellos nunca han
dudado –los terribles acontecimientos de hoy fortalecen esta seguridad- de que
la guerra está en permanente gestación en el organismo social actual, y que el
conflicto armado, restringido o generalizado, colonial o europeo, es la
consecuencia natural y el desenlace necesario y fatal de un régimen que tiene
por base la desigualdad económica de los ciudadanos, que descansa en el
antagonismo salvaje de los intereses, y que coloca al mundo del trabajo bajo la
estrecha y dolorosa dependencia de una minoría de parásitos, detentadores a la
vez de poder político y del poder económico. La guerra era inevitable: viniese
de donde viniese, tenía que estallar. No en vano, tras un siglo, se preparan
febrilmente los más formidables armamentos y se aumentan cada día más los
presupuestos de la muerte. Perfeccionando constantemente el material de guerra,
tendiendo continuamente a llevar a todos los espíritus y a todas las voluntades
hacia la mejor organización de la máquina militar, no se trabaja por la paz.
De este modo es ingenuo y pueril, tras haber multiplicado las causas y las ocasiones de conflictos, tratar de establecer las responsabilidades de tal o cual gobierno. Ya no hay distinción posible entre las guerras ofensivas y las guerras defensivas. En el conflicto actual, los gobiernos de Berlín y de Viena se han justificado con documentos no menos auténticos que los gobiernos de París, de Londres y de Petrogrado. Quien de entre estos o aquellos produzca los documentos más indiscutibles y decisivos para establecer su buena fe y presentarse como el inmaculado defensor del derecho y de la libertad, aparecerá como campeón de la civilización.
¿La civilización? ¿Quién la representa en este momento? ¿Es el Estado alemán con su militarismo formidable y tan poderoso que ha sofocado toda veleidad de revuelta? ¿Es el Estado ruso, cuyo knout, la hora y Siberia son los únicos medios de persuasión? ¿Es el Estado francés con Biribi, las sangrientas conquistas de Tonkin, de Madagascar, de Marruecos, con el reclutamiento forzado de las tropas negras, es esa Francia que retiene en sus prisiones, desde hace años, a camaradas culpables tan sólo de haber escrito y hablado contra la guerra? ¿Es Inglaterra, que explota, divide, difama y oprime a las poblaciones de su inmenso imperio colonial?
No. Ninguno de los
beligerantes tiene el derecho de reclamarse de la civilización, como nadie
tiene el derecho de reclamarse en estado de legítima defensa. La verdad es que
la causa de las guerras, tanto de las que ensangran actualmente a las planas de
Europa, como de todas las que han precedido, reside únicamente en la existencia
del Estado, que es la forma política del privilegio.
El Estado ha nacido de la fuerza militar; se ha desarrollado sirviéndose de la fuerza militar, y es aún sobre la fuerza militar sobre la que debe lógicamente apoyarse para mantener su omnipotencia. Cualquiera que sea la forma que revista, el Estado no es más que la opresión organizada al servicio de una minoría de privilegiados. El conflicto actual ilustra esto de manera evidente: todas las formas del Estado se encuentran comprometidas en la guerra presente: el absolutismo con Rusia, el absolutismo mitigado de parlamentarios con Alemania, el Estado que reina sobre los pueblos de razas bien diferentes con Austria, el régimen democrático constitucional con Inglaterra, y el régimen democrático republicano con Francia.
La desgracia de los pueblos, todos los cuales estaban sin embargo profundamente inclinados hacia la paz, es haber tenido confianza en el Estado con sus diplomáticos integrantes, en la democracia y los partidos políticos (partidos incluso de la oposición como el socialismo parlamentario), para evitar la guerra. Esa confianza ha sido truncada a voluntad y continúa siéndolo cuando los gobernantes, con la ayuda de toda su prensa, persuaden a sus pueblos respectivos de que esta guerra es una guerra de liberación.
Nosotros estamos
resueltamente contra toda guerra entre pueblos y, en los países neutros, como
Italia, en que los gobernantes pretenden aun lanzar a nuevos pueblos a la
vorágine guerrera, nuestros camaradas se han opuesto, se oponen y se opondrán a
la guerra con la última energía.
El papel de los
anarquistas, cualquiera que sea la situación en que se encuentren, en la
tragedia actual, es el de continuar proclamando que no hay más que una sola
guerra de liberación: la que en todos los países se realiza por los oprimidos
contra los opresores, por los explotados contra los explotadores. Nuestro papel
es el de incitar a los esclavos a la revuelta contra sus amos.
La propaganda y la
acción anarquista deben aplicarse con perseverancia para debilitar y disgregar
los diversos Estados, para cultivar el espíritu de revuelta y para hacer nacer
el descontento en los pueblos y en los ejércitos.
A todos los soldados de todos los países que tienen la convicción de combatir por la justicia y la libertad, debemos explicarles que su heroísmo y su valentía no servirán más que para perpetuar el odio, la tiranía y la miseria.
A los obreros de la
industria hay que recordarles que los fusiles que ahora tienen entre sus manos
han sido empleados contra ellos en los días de huelga y de legítima revuelta, y
del mismo modo servirán de nuevo contra ellos para obligarles a padecer la explotación
patronal.
A los campesinos, hay
que mostrarles que, tras la guerra, habrá que volver a encorvarse bajo el yugo
y continuar cultivando las tierras de sus señores y alimentando a los ricos.
A todos los parias,
recordarles que no deben aflojar sus armas antes de haber arreglado cuentas con
sus opresores, antes de haber tomado la tierra y la industria para sí.
A las madres,
compañeras e hijas, víctimas de un exceso de miseria y de privaciones, les
mostraremos cuáles son los verdaderos responsables de sus dolores y de la
masacre de sus padres, hijos y maridos.
Nosotros debemos
aprovechar todos los movimientos de revuelta, todos los descontentos, para
fomentar la insurrección, para organizar la revolución de la que esperamos el
fin de todas las iniquidades sociales.
¡Nada de desvanecimientos, ni siquiera ante una calamidad como la guerra actual! Es en estos periodos tan turbios, en que millares de hombres dan heroicamente su vida por una idea, cuando hay que mostrar a estos hombres la generosidad, la grandeza y la belleza del ideal anarquista; la justicia social realizada por la organización libre de productores; la guerra y el militarismo para siempre suprimidos, la libertad entera conquistada por la destrucción total del Estado y de sus organismos de coerción.
¡Viva la Anarquía!
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